Una Pequeña Historia Acerca de la Fe Genuina.
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Abigail era la hija más pequeña de una pareja de padres que temían a Dios. Su primera oración infantil fue dicha en las rodillas de George Müller, el gran hombre de fe del siglo XIX. Un día, la pequeña, que tenía sólo 3 años de edad, le dijo: «Me gustaría que Dios respondiese mis oraciones de la misma forma que responde las suyas». «Él responderá», fue la respuesta inmediata de Müller. Tomando a la pequeña en su regazo él repitió la promesa de Dios: «Todo cuanto pidieres en oración, creed que lo recibisteis, y lo recibiréis». «Ahora, Abbie, ¿qué es lo que deseas pedir a Dios?». «Yo quiero lana», dijo ella. Entonces él, juntando las manos en actitud de oración, dijo: «Ahora, repite lo que yo voy a decir: «Por favor, Dios, manda lana para Abbie» – «Por favor, Dios, manda lana para Abbie», repitió la niña, y saltando, corrió para jugar, perfectamente satisfecha. De repente ella volvió, y, subiendo a sus rodillas, dijo: «Por favor, Dios, manda en colores variados».
Al día siguiente ella se llenó de gozo y alegría al recibir una caja que vino por el correo, con una gran cantidad de ovillos de lana de colores variados. Su profesora, que estaba fuera realizando una visita, encontró los ovillos de lana y pensó que a su alumna podrían gustarles.
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Abigail era la hija más pequeña de una pareja de padres que temían a Dios. Su primera oración infantil fue dicha en las rodillas de George Müller, el gran hombre de fe del siglo XIX. Un día, la pequeña, que tenía sólo 3 años de edad, le dijo: «Me gustaría que Dios respondiese mis oraciones de la misma forma que responde las suyas». «Él responderá», fue la respuesta inmediata de Müller. Tomando a la pequeña en su regazo él repitió la promesa de Dios: «Todo cuanto pidieres en oración, creed que lo recibisteis, y lo recibiréis». «Ahora, Abbie, ¿qué es lo que deseas pedir a Dios?». «Yo quiero lana», dijo ella. Entonces él, juntando las manos en actitud de oración, dijo: «Ahora, repite lo que yo voy a decir: «Por favor, Dios, manda lana para Abbie» – «Por favor, Dios, manda lana para Abbie», repitió la niña, y saltando, corrió para jugar, perfectamente satisfecha. De repente ella volvió, y, subiendo a sus rodillas, dijo: «Por favor, Dios, manda en colores variados».
Al día siguiente ella se llenó de gozo y alegría al recibir una caja que vino por el correo, con una gran cantidad de ovillos de lana de colores variados. Su profesora, que estaba fuera realizando una visita, encontró los ovillos de lana y pensó que a su alumna podrían gustarles.
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Primeros Años
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George Müller fue uno de los mayores hombres de oración de toda la historia. Andrew Murray escribió sobre él: «Del mismo modo que Dios colocó al apóstol Pablo como un ejemplo en su vida de oración para los cristianos de todos los tiempos, así también puso a George Müller, en tiempos más recientes, como una prueba para Su iglesia, de que él continúa respondiendo siempre la oración, en forma literal y maravillosa».
Nació en Alemania en el año 1805, y su juventud estuvo marcada por la maldad y el despilfarro. De niño tuvo una fuerte inclinación por el engaño y el robo, razón por la cual llegó a estar encarcelado durante veinticinco días.
En noviembre de 1825 conoció al Señor en una sencilla reunión en una casa, a la cual, sorprendentemente, se hizo invitar por un amigo cristiano. Desde entonces comienza a manifestarse un profundo vuelco en su manera de ser y de vivir, aunque no sin severas pruebas y fracasos. Su padre quería hacerle pastor luterano, pero él quería hacerse misionero. Cinco veces se ofreció para enrolarse, pero cada vez hubo obstáculos en el camino, permitidos por el Señor. Finalmente solicitó su admisión en la «Sociedad Londinense para la Evangelización de los Judíos». Fue aceptado, y se trasladó a Londres en marzo de 1829, aunque nunca llegó a ejercer allí.
Por ese tiempo había comenzado un despertar entre muchos creyentes, quienes a la luz del Nuevo Testamento habían decidido separarse de los sistemas denominacionales y reunirse en sencillez solamente como hijos de Dios. Este fue el principio de lo que se conoció más tarde como el movimiento de los «Hermanos de Plymouth». En Inglaterra, George Müller conoció a A. N. Groves y Henry Craik, que tuvieron una gran influencia en su vida.
Su «segunda conversión»
En julio de 1829, cuatro años después de su conversión, mientras estaba en el pueblo de Teignmouth reponiéndose de una enfermedad, George Müller tuvo una experiencia espiritual que nunca olvidaría. Allí escuchó a alguien predicar. He aquí su testimonio: «Aunque no me hubiese agradado del todo lo que habló, pude ver una gravedad y solemnidad en él, diferente de los demás. A través de este hermano, el Señor me concedió una gran gracia, por la cual tengo motivos para engrandecerle por toda la eternidad. Dios comenzó a mostrarme que sólo la Palabra de Dios debe ser nuestra regla de juicio en las cosas espirituales; que ella sólo puede ser explicada por el Espíritu Santo, y que en nuestros días, igual que en los primeros tiempos, él es el Maestro de su pueblo. Yo no comprendía experimentalmente el oficio del Espíritu Santo hasta esa época. No había visto que el Espíritu Santo, solo, nos puede enseñar respecto de nuestro estado natural, mostrarnos nuestra necesidad del Salvador, habilitarnos a creer en Cristo, explicarnos las Escrituras, ayudarnos a predicar, etc.»
«Entender este punto en particular fue, en principio, lo que tuvo un gran efecto sobre mí, pues el Señor me habilitó para ponerlo en práctica, dejando de lado comentarios, y casi todos los otros libros, y simplemente leer la Palabra de Dios y estudiarla. El resultado de eso, fue que la primera noche en que me encerré en mi cuarto para entregarme a la oración y a la meditación de las Escrituras, aprendí en pocas horas más de lo que había aprendido durante los últimos meses. Pero la mayor diferencia fue que recibí fuerza verdadera en mi alma, al hacerlo de aquella manera».
«A más de eso, agradó al Señor conducirme a observar un patrón de devoción más alto que el que había tenido anteriormente. Me condujo, en parte, a ver lo que es mi gloria en este mundo, también a ser pobre y despreciable con Cristo. Regresé a Londres mucho mejor de mi cuerpo. En cuanto a mi alma, el cambio fue tan grande, que fue como una segunda conversión».
Al año siguiente, George Müller decidió establecerse en Teignmouth, donde fue invitado a hacerse cargo de una pequeña congregación. Habiendo visto la necesidad de depender enteramente de Dios para su mantenimiento, renunció al pequeño sueldo que recibía. Ese mismo año contrae matrimonio con Mary Groves, hermana de A. N. Groves. Juntos se aventuran a una vida de fe, vendiendo las propiedades que tenían, para depender enteramente de Dios.
La obra en Bristol
Dos años más tarde, Henry Craik recibió una invitación para ir a Bristol a celebrar reuniones, y éste invitó a George Müller para que le ayudara. La predicación fue tan bien recibida, que los hermanos les invitaron para que se fueran a vivir a Bristol. Así el Señor conducía las cosas para lo que habría de ser el mayor servicio en la vida de Müller. La obra allí en Bristol experimentó un extraordinario crecimiento. En un ambiente de fe sencilla y celo fervoroso, ajeno a las tradiciones humanas y a la mundanalidad, estos dos ministros se ejercitaron en la fe para un servicio posterior de más amplias dimensiones.
En 1834 fundaron la Institución de Conocimientos Escriturales con el fin de fundar escuelas, distribuir las Escrituras y apoyar los esfuerzos misioneros.
Pero la obra magna fue la que Müller realizó entre los huérfanos. Influido por la biografía de A. H. Francke, de Alemania, y corroborado por su propia experiencia de haber vivido dos meses en la Casa de Huérfanos de Halle, le vino al corazón el procurar hacer algo por los niños hambrientos y harapientos de Bristol. Una experiencia muy triste vivida en una de las escuelas de la institución, y la dirección que le daba la Palabra del Salmo 81: 10, «...abre tu boca que yo la llenaré», apuraron la realización de ese anhelo.
Así fue como en diciembre de 1835, luego de someter el proyecto a un grupo de hermanos, se concretó la idea, arrendándose una casa para atender a un grupo de niñas. Al año siguiente se arrendó una segunda casa para niños pequeños, y una tercera para niños más grandes. Los primeros colaboradores en esta obra ofrecieron incluso sus muebles personales y su servicio gratuito.
George Müller pensaba que si él, siendo un hombre pobre, y sin pedir nada a nadie sino a Dios, podía conseguir los medios suficientes para abrir y mantener una casa de huérfanos, habría un testimonio concreto de que Dios contesta las oraciones de su pueblo. Debido a la demanda de cupos, pronto se hizo evidente que sería necesario tener casas propias, construidas expresamente para tal propósito.
Como respuesta a la oración, desde el 10 de diciembre de1845, se empezaron a suceder los donativos. Así fue como pronto se compraron los terrenos –a un precio muy rebajado– y se comenzó la construcción. El 18 de junio de 1849, los trescientos niños que a esa fecha eran atendidos, se fueron a su nueva casa, ubicada en el distrito de Ashley Down. Ocho años después, en noviembre de 1857, se inauguró la segunda casa, para la recepción de cuatrocientos huérfanos más. Pero eso no fue todo. En marzo de 1862 se abrió la tercera, con capacidad para cuatrocientos cincuenta niños. En noviembre de 1868 se inauguró la cuarta, y en enero de 1870, la quinta. En total, los cinco edificios tenían una capacidad para más de 2.000 niños y niñas. No se trataba de construcciones livianas, levantadas como de emergencia, sino de piedra, muy sólidas, que fueron capaces de sortear el paso de los años.
Veinticinco años pasaron entre la construcción de la primera y la última casa, lo cual demuestra que no fue obra de un solo impulso generoso, ni de precipitación, sino de paciente espera en Dios, venciendo los obstáculos y allanando las dificultades por medio de la oración.
Un botón de muestra
La fe de George Müller y de sus colaboradores tuvo muchas ocasiones de ser probada en el orfanato. ¡Cómo no, si vivían por fe día tras día! Entre las variadas experiencias vividas, hay algunas que no pueden dejar de mencionarse.
Cierta vez no había nada para ofrecer a los niños al desayuno. Los niños se sentaron en torno a las mesas como de costumbre. Allí estaban los platos y los jarros, pero no había nada en ellos. Entonces Müller dijo: «Daremos gracias a Dios por lo que vamos a recibir». No bien habían terminado de orar, cuando sonó un aldabazo en la puerta. Un lechero mayorista había tenido un accidente, rompiéndose una de las ruedas de su vagón, frente a la puerta del orfanato, por lo cual había entendido que debía entregar la leche a los niños. Mientras descargaban la leche, llegaron unos carritos de la panadería más selecta de Bristol, con un mensaje que decía que toda la hornada de pan de la noche anterior, por cierto descuido, no tenía la hermosa presentación de costumbre, así que la donaban a los niños. Así fue cómo, con muy poco retraso, los niños recibieron aquel día su desayuno ¡y en abundancia!
Algunas veces le preguntaban a Müller: «¿Por qué no toman el pan a crédito? Ya que el orfanato es obra del Señor, ¿no pueden ustedes confiar en él que provea los medios necesarios para pagar la cuenta al fin del trimestre?». Parecía una buena pregunta, pero Müller tenía una mejor respuesta para ella: «Dios no sólo suplirá lo necesario, sino que lo hará en el tiempo preciso: ¿Por qué confiar en Dios para el fin del trimestre y no confiar en él AHORA? Además, apoyarse en un crédito no significa en ninguna manera el fortalecimiento de la fe; y todavía más, la palabra dice: «No debáis a nadie nada». Aceptar crédito para los alimentos sería negar el objeto fundamental de las casas de huérfanos, que es mostrar delante de todo el mundo y delante de la iglesia entera, que aun en estos días malos, el Dios vivo está pronto para ayudar, consolar y socorrer en respuesta a las oraciones de los que en él confían. No necesitamos apartarnos de él para seguir a nuestros semejantes o recurrir a los métodos del mundo».
Un retrato doméstico
Para ser mejor conocido, George Müller necesitaba ser visto en su vida doméstica simple y diaria. A. T. Pierson, en su libro «George Müller de Bristol» relata así: «Fue mi privilegio encontrarlo frecuentemente en el departamento Nº 3, que era el suyo, en el orfanato. Su cuarto era de tamaño medio, bien ordenado, pero modestamente amueblado, con mesa y sillas, sofá, escritorio, etc. Su Biblia casi siempre estaba abierta como un libro del cual él hacía continuamente uso.
Su aspecto era alto y delgado, siempre vestido con buen gusto, y muy erguido, sus pasos eran firmes y fuertes. Su semblante, en reposo, podría haber sido considerado como severo, si no fuese por la sonrisa que tan habitualmente iluminaba sus ojos y se movía en sus facciones, y que dejó sus impresiones en las líneas de su rostro. Su estilo era de simple cortesía y dignidad espontánea: nadie en su presencia se sentiría como insignificante, y había sobre él un cierto aire de autoridad y majestad indescriptible que hacía recordar la de un príncipe y, sin embargo, mezclado con todo esto, había una simplicidad muy similar a la de un niño, que incluso hacía que ellos se sintieran cómodos con él. En su hablar nunca perdió el acento extranjero, y siempre hablaba con articulación lenta y medida, como si una doble guardia estuviese colocada en la puerta de sus labios. Con él, ese miembro indomable, la lengua, era domesticada por el Espíritu Santo y él tenía aquella marca que Santiago llama de un «varón perfecto, capaz también de refrenar todo el cuerpo».
Aquellos que lo conocieron sólo un poco y lo vieron sólo en sus momentos serios, podrían haberlo considerado destituido de esa cualidad peculiarmente humana, el humor. Su hábito era la sobriedad, pero él gustaba de un chiste que fuese libre de toda mancha de impureza y que no poseyera alguna ofensa a otros. Para aquellos que conocía mejor y amaba, él mostró su verdadero yo, en sus arranques jocosos – como cuando en Ilfracombe, escalando con su esposa y unos amigos los cerros que daban vista al mar, él caminó un poco adelante y se sentó a descansar, y entonces, cuando ellos recién se habían sentado, se levantó y calmadamente dijo: «Muy bien, ya tuvimos un buen descanso, prosigamos».
Ninguna cosa era estimada por él como insignificante e indigna de ser presentada al Señor. Su amigo más antiguo, Robert C. Chapman, de Barnstaple, contó al escritor el siguiente y sencillo incidente: En sus primeros años de su amor a Cristo, visitando a un amigo y viendo que arreglaba su pluma (de escribir), le dijo: Hermano H..., ¿usted ora a Dios cuando arregla su pluma? La respuesta fue: Sería bueno si yo lo hiciese, pero no puedo decir que lo hago». El hermano Müller respondió: «Yo siempre oro, y así arreglo mi pluma mucho mejor».
El servicio a Dios era para él una pasión. En el mes de mayo de 1897, él fue persuadido de tomarse en Huntly un pequeño descanso de su constante servicio diario en el orfanato. En la tarde que llegó dijo: «¿Qué oportunidad hay aquí para trabajar para el Señor?» Cuando se le dijo que él acababa de salir del trabajo continuo y que aquel era un tiempo para descansar, respondió que, estando ahora libre de sus labores habituales, él sentía que debería estar ocupado de alguna otra forma en servir al Señor, para glorificar a aquel quien era su objetivo en la vida. Entonces se organizaron reuniones y él predicó tanto en Huntly como en Teignmouth.
Un viejo sueño cumplido
Cuando George Müller tenía 70 años de edad, el Señor le concedió el deseo que había albergado en su juventud de ser misionero, y con creces. El 26 de marzo de 1875 emprendió la primera de varias giras por el mundo. El orfanato lo había dejado en buenas manos, las de su yerno James Wright y su hija Lydia. En total realizó doce extensas giras entre sus 70 y sus 87 años de edad, comenzando por Inglaterra, siguiendo por Europa, América, Asia Menor (incluyendo Palestina), Rusia, Australia y el lejano Oriente. Se calcula que durante esos diecisiete años dirigió la palabra a más de tres millones de personas, habiendo hablado entre cinco mil y seis mil veces. Recorrió 42 países, cubriendo más de 320.000 kilómetros y ejerciendo una influencia imposible de estimar. 2
En sus viajes misioneros, George Müller mostró una gran firmeza en cuanto a las verdades que había aprendido en sus estudios de las Escrituras, pero también una actitud de generosidad para todos los que se mostraban sinceros creyentes en el Señor Jesús. No se resignaba a aceptar las divisiones hechas por los hombres, ni tampoco quería ocupar un terreno sectario. De acuerdo con los principios apostólicos, reconocía como «hermanos» a todos los salvados por la fe en Jesucristo, no aceptando nombres denominacionales. Él pensaba que la unidad de la iglesia se obtiene por el reconocimiento del nombre del Señor como suficiente. «Cristianos», «santos», «hermanos», «discípulos», son nombres aplicables por igual a todos los que han experimentado el poder regenerador del Espíritu Santo. Así pues, en sus relaciones con los demás cristianos era firme en sus convicciones acerca de la verdad, pero amoroso para con los que no habían recibido la misma luz que él.
Arthur T. Pierson recuerda una conversación que tuvo con George Müller aprovechando una de las giras de éste por Estados Unidos. Por aquel tiempo, A. T. Pierson sustentaba el punto de vista de que el evangelio debe primero promover la salvación de toda la raza humana y solamente entonces el Señor volverá para reinar. Esto lo expuso a Müller, y lo hizo con habilidad. Éste lo oyó en silencio, en su postura acostumbrada, con los ojos vueltos hacia el piso y las manos entre las rodillas. Al final del argumento él dijo: «Querido hermano, oí todo lo que usted acaba de decir sobre el asunto. Hay solamente un error: no tiene base en la Palabra de Dios». Entonces abrió la Biblia y durante dos horas mostró lo que la Palabra de Dios enseña, y continuó el asunto por diez días. Fue un acontecimiento definitivo en el ministerio de A. T. Pierson.
G. H. Lang, en su autobiografía, recuerda haber oído a George Müller en una Conferencia de la Asociación Cristiana de Jóvenes. Habló una hora y quince minutos. Esto fue lo que escribió después: «Aunque tenía 92 años, él permaneció firme y erguido e hizo un resumen, con voz muy clara, de sus 70 años de servicio a Dios. Sin usar notas, presentó hechos y datos exactos sobre la obra de asistencia a los orfanatos, distribución de folletos y Biblias, así como de sus viajes por el mundo. El número de huérfanos atendidos, de libros distribuidos, de países visitados, de dinero recibido, hasta el menor centavo en cada cuenta – todo fue relatado; y la gran exposición fue coronada con las memorables palabras: «Dios todavía está vivo, y hoy, como hace millares de años atrás, él oye las oraciones de sus hijos, y ayuda a quienes confían en él».
La notable preservación de su salud y fuerza en la vejez, la atribuía Müller, bajo la providencia de Dios, a tres cosas: (1) El hábito de mantener una conciencia sin ofensa delante de Dios y delante de los hombres. (2) El amor que sentía por las Sagradas Escrituras y el poder recuperativo que ejercían en todo su ser. (3) El contentamiento de espíritu que tenía en el Señor y en su obra (encontrándose así aliviado de toda ansiedad y afán, con su consiguiente desgaste físico y nervioso), en todos sus trabajos y responsabilidades.
Una obra portentosa
Quien leyese el informe financiero anual del trabajo de George Müller, descubriría que había un donador anónimo, que se identificaba como «un siervo del Señor Jesús que procura depositar tesoros en el cielo por el amor constreñidor de Cristo». El donador no era otro que el propio Müller. El total de sus ingresos personales ascendió a 93.000 libras esterlinas, de las cuales ofrendó para la obra 81.490 libras, 18 chelines y 8 peniques (unos cuatrocientos mil dólares) ¡Más del 87 % del total! Él afirmó: «Mi objetivo nunca fue cuánto yo iría a conseguir, sino cuánto yo iría a dar». En el momento de su partida tenía apenas 169 libras, 9 chelines y 6 peniques (Unos 850 dólares). De esta pequeña cantidad, cerca de 100 libras (500 dólares) era el avalúo de sus libros y muebles, y había solamente 60 libras en dinero (300 dólares), que estaban esperando para ser donados.
El orfanato, de 5.200 m2, levantado por George Müller es un gran monumento a la fe sencilla en la Palabra de Dios. Cuando Dios puso en su corazón el deseo de construirlos, él poseía apenas 2 chelines (medio dólar). Sin permitir que nadie supliese sus necesidades, excepto Dios, fueron enviadas a él cerca de un millón cuatrocientas mil libras esterlinas (unos siete millones de dólares), para la construcción y mantenimiento de aquellas casas. Durante todos los años, desde la llegada del primer huérfano, el Señor envió el alimento a su debido tiempo. Gracias a eso, ellos jamás quedaron sin siquiera una comida por falta de provisión.
A más de esto, a la fecha de su muerte, unas 122.000 personas habían sido enseñadas en las escuelas sostenidas por los recursos financieros que el Señor le había confiado; y cerca de 282.000 Biblias y 1.500.000 Nuevos Testamentos habían sido distribuidos. Pero todavía más: 112 millones de libros cristianos, panfletos y folletos habían circulado; misioneros de todas partes del mundo habían sido auxiliados; y nada menos de 10.000 huérfanos habían recibido cuidados, gracias a la misma provisión. ¿Cómo George Müller hizo eso? Sin ningún apoyo mundial, sin solicitar ayuda a nadie; sin contraer deudas; sin comisiones, suscripciones o membresías, sino solamente por la fe en el Señor.
George Müller afirmó que él creía que el Señor le había dado más de 30.000 almas en respuesta a la oración. Y esto, no sólo entre los huérfanos, sino también muchos otros por los cuales él había orado fielmente todos los días, en la fe que ellos podrían ser salvos. En uno de esos casos, él oró por dos amigos durante más de 62 años, tres meses cinco días y dos horas. Cuando le preguntaron si esperaba que aquellos dos amigos fuesen salvos, él respondió: «Definitivamente, ¿usted piensa que Dios dejaría de lado una oración de más de 60 años hecha por uno de sus pequeños, sin importarle? Poco tiempo después de la muerte de Müller, aquellos dos amigos fueron salvos.
El miércoles 10 de marzo de 1898, a los 93 años de edad, George Müller partió para estar con el Señor.
Perfil de un carácter notable
Según Arthur T. Pierson, tres cualidades o características resaltan de manera bastante notable en George Müller: la verdad, la fe y el amor.
«La verdad es un centro sobre el cual se refleja la franqueza, la sinceridad, la transparencia y la simplicidad propias de un niño. La verdad es la piedra angular por excelencia, pues sin ella nada más es verdadero, genuino y real.»
«Desde la hora de su conversión, su autenticidad fue en aumento. De hecho, había en él una escrupulosa exactitud que, a veces, parecía innecesaria. Más de alguien sonreía de la precisión matemática con la cual él relataba los hechos (en su Diario), dando los años, días y horas desde que fue traído al conocimiento de Dios, o desde que comenzó a orar por algún asunto concedido, y las libras, chelines, peniques, medio-peniques, e incluso cuartos de penique que formaban la suma total gastada para un determinado propósito. Vemos la misma exactitud escrupulosa en la repetición de las afirmaciones, sean de principios o de ocurrencias, que encontramos en su Diario, y en las cuales frecuentemente no hay ni siquiera la inexactitud de una palabra. Sin embargo, todo esto tiene un significado. Inspira absoluta confianza en el registro de los negocios del Señor.»
«La fe era la segunda de las características centrales de George Müller, y era únicamente el producto de la gracia. Él hallaba en la Palabra del Señor, en su bendito libro, una nueva palabra de promesa para cada nueva crisis de prueba o de necesidad; él colocaba su dedo sobre el texto y entonces miraba a Dios y decía: «Tú dijiste. Yo creo». Persuadido de la verdad infalible de Dios, él descansaba en Su palabra con fe resuelta y, consecuentemente, él quedaba en paz».
«Si George Müller tenía alguna gran misión, esa no era fundar una institución de fama mundial, de forma alguna, aunque fuera útil en distribuir Biblias, libros o folletos, o en dar un hogar y alimentar a millares de huérfanos, o en fundar escuelas cristianas y auxiliar obreros misioneros. Su principal misión era enseñar a los hombres que es seguro creer en la Palabra de Dios, descansar implícitamente sobre lo que sea que Él haya dicho y obedecer explícitamente lo que sea que Él haya mandado: esa oración ofrecida en fe, confiando en Su promesa y en la intercesión de Su querido Hijo, nunca es ofrecida en vano; y que la vida vivida por la fe es un andar con Dios, al lado afuera de las propias puertas del cielo.»
«El amor, la tercera de esa trinidad de gracias, era el otro gran secreto y lección de esta vida. ¿Y qué es el amor? No meramente un afecto complaciente por aquello que es amable, lo que es, frecuentemente, un medio-egoísmo deleitándose en la asociación y en la comunión de aquellos que nos aman. Amor es el principio de altruismo: el amor «no busca lo suyo propio»; es la preferencia de la satisfacción y del provecho del otro, por encima de lo nuestro, y, por eso, es ejercitado en dirección a lo ingrato y desagradable, para que él pueda elevarlos a un nivel más alto. Tal amor es benevolencia, en vez de complacencia, y asimismo él es «de Dios», pues él ama al ingrato y al malo.»
«Tal es la autonegación del amor. George Müller escogió la pobreza voluntaria para que otros pudiesen ser ricos, y la pérdida voluntaria para que otros pudiesen ganar. Su vida fue un largo esfuerzo por bendecir a otros, para ser el canal de llevar la verdad, el amor y la gracia de Dios a ellos.»
«A menos que el sacrificio voluntario de amor sea tomado en cuenta, la vida de George Müller todavía permanecerá en el enigma. Lealtad a la verdad, obediencia a la fe, sacrificio de amor forman la llave triple que abre para nosotros las cámaras cerradas de aquella vida.
Alguien le preguntó cuál era el secreto de su obra. Él dijo: «Hubo un día en que yo morí, morí completamente»; y, tal como él dijo, él se curvó más y más bajo hasta que casi tocó el piso – «morí para George Müller, sus opiniones, preferencias, gustos y voluntad – morí para el mundo, su aprobación o censura – morí para la aprobación o censura incluso de mis hermanos y amigos – y desde entonces he intentado solamente mostrarme aprobado delante de Dios».
Primeros Años
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George Müller fue uno de los mayores hombres de oración de toda la historia. Andrew Murray escribió sobre él: «Del mismo modo que Dios colocó al apóstol Pablo como un ejemplo en su vida de oración para los cristianos de todos los tiempos, así también puso a George Müller, en tiempos más recientes, como una prueba para Su iglesia, de que él continúa respondiendo siempre la oración, en forma literal y maravillosa».
Nació en Alemania en el año 1805, y su juventud estuvo marcada por la maldad y el despilfarro. De niño tuvo una fuerte inclinación por el engaño y el robo, razón por la cual llegó a estar encarcelado durante veinticinco días.
En noviembre de 1825 conoció al Señor en una sencilla reunión en una casa, a la cual, sorprendentemente, se hizo invitar por un amigo cristiano. Desde entonces comienza a manifestarse un profundo vuelco en su manera de ser y de vivir, aunque no sin severas pruebas y fracasos. Su padre quería hacerle pastor luterano, pero él quería hacerse misionero. Cinco veces se ofreció para enrolarse, pero cada vez hubo obstáculos en el camino, permitidos por el Señor. Finalmente solicitó su admisión en la «Sociedad Londinense para la Evangelización de los Judíos». Fue aceptado, y se trasladó a Londres en marzo de 1829, aunque nunca llegó a ejercer allí.
Por ese tiempo había comenzado un despertar entre muchos creyentes, quienes a la luz del Nuevo Testamento habían decidido separarse de los sistemas denominacionales y reunirse en sencillez solamente como hijos de Dios. Este fue el principio de lo que se conoció más tarde como el movimiento de los «Hermanos de Plymouth». En Inglaterra, George Müller conoció a A. N. Groves y Henry Craik, que tuvieron una gran influencia en su vida.
Su «segunda conversión»
En julio de 1829, cuatro años después de su conversión, mientras estaba en el pueblo de Teignmouth reponiéndose de una enfermedad, George Müller tuvo una experiencia espiritual que nunca olvidaría. Allí escuchó a alguien predicar. He aquí su testimonio: «Aunque no me hubiese agradado del todo lo que habló, pude ver una gravedad y solemnidad en él, diferente de los demás. A través de este hermano, el Señor me concedió una gran gracia, por la cual tengo motivos para engrandecerle por toda la eternidad. Dios comenzó a mostrarme que sólo la Palabra de Dios debe ser nuestra regla de juicio en las cosas espirituales; que ella sólo puede ser explicada por el Espíritu Santo, y que en nuestros días, igual que en los primeros tiempos, él es el Maestro de su pueblo. Yo no comprendía experimentalmente el oficio del Espíritu Santo hasta esa época. No había visto que el Espíritu Santo, solo, nos puede enseñar respecto de nuestro estado natural, mostrarnos nuestra necesidad del Salvador, habilitarnos a creer en Cristo, explicarnos las Escrituras, ayudarnos a predicar, etc.»
«Entender este punto en particular fue, en principio, lo que tuvo un gran efecto sobre mí, pues el Señor me habilitó para ponerlo en práctica, dejando de lado comentarios, y casi todos los otros libros, y simplemente leer la Palabra de Dios y estudiarla. El resultado de eso, fue que la primera noche en que me encerré en mi cuarto para entregarme a la oración y a la meditación de las Escrituras, aprendí en pocas horas más de lo que había aprendido durante los últimos meses. Pero la mayor diferencia fue que recibí fuerza verdadera en mi alma, al hacerlo de aquella manera».
«A más de eso, agradó al Señor conducirme a observar un patrón de devoción más alto que el que había tenido anteriormente. Me condujo, en parte, a ver lo que es mi gloria en este mundo, también a ser pobre y despreciable con Cristo. Regresé a Londres mucho mejor de mi cuerpo. En cuanto a mi alma, el cambio fue tan grande, que fue como una segunda conversión».
Al año siguiente, George Müller decidió establecerse en Teignmouth, donde fue invitado a hacerse cargo de una pequeña congregación. Habiendo visto la necesidad de depender enteramente de Dios para su mantenimiento, renunció al pequeño sueldo que recibía. Ese mismo año contrae matrimonio con Mary Groves, hermana de A. N. Groves. Juntos se aventuran a una vida de fe, vendiendo las propiedades que tenían, para depender enteramente de Dios.
La obra en Bristol
Dos años más tarde, Henry Craik recibió una invitación para ir a Bristol a celebrar reuniones, y éste invitó a George Müller para que le ayudara. La predicación fue tan bien recibida, que los hermanos les invitaron para que se fueran a vivir a Bristol. Así el Señor conducía las cosas para lo que habría de ser el mayor servicio en la vida de Müller. La obra allí en Bristol experimentó un extraordinario crecimiento. En un ambiente de fe sencilla y celo fervoroso, ajeno a las tradiciones humanas y a la mundanalidad, estos dos ministros se ejercitaron en la fe para un servicio posterior de más amplias dimensiones.
En 1834 fundaron la Institución de Conocimientos Escriturales con el fin de fundar escuelas, distribuir las Escrituras y apoyar los esfuerzos misioneros.
Pero la obra magna fue la que Müller realizó entre los huérfanos. Influido por la biografía de A. H. Francke, de Alemania, y corroborado por su propia experiencia de haber vivido dos meses en la Casa de Huérfanos de Halle, le vino al corazón el procurar hacer algo por los niños hambrientos y harapientos de Bristol. Una experiencia muy triste vivida en una de las escuelas de la institución, y la dirección que le daba la Palabra del Salmo 81: 10, «...abre tu boca que yo la llenaré», apuraron la realización de ese anhelo.
Así fue como en diciembre de 1835, luego de someter el proyecto a un grupo de hermanos, se concretó la idea, arrendándose una casa para atender a un grupo de niñas. Al año siguiente se arrendó una segunda casa para niños pequeños, y una tercera para niños más grandes. Los primeros colaboradores en esta obra ofrecieron incluso sus muebles personales y su servicio gratuito.
George Müller pensaba que si él, siendo un hombre pobre, y sin pedir nada a nadie sino a Dios, podía conseguir los medios suficientes para abrir y mantener una casa de huérfanos, habría un testimonio concreto de que Dios contesta las oraciones de su pueblo. Debido a la demanda de cupos, pronto se hizo evidente que sería necesario tener casas propias, construidas expresamente para tal propósito.
Como respuesta a la oración, desde el 10 de diciembre de1845, se empezaron a suceder los donativos. Así fue como pronto se compraron los terrenos –a un precio muy rebajado– y se comenzó la construcción. El 18 de junio de 1849, los trescientos niños que a esa fecha eran atendidos, se fueron a su nueva casa, ubicada en el distrito de Ashley Down. Ocho años después, en noviembre de 1857, se inauguró la segunda casa, para la recepción de cuatrocientos huérfanos más. Pero eso no fue todo. En marzo de 1862 se abrió la tercera, con capacidad para cuatrocientos cincuenta niños. En noviembre de 1868 se inauguró la cuarta, y en enero de 1870, la quinta. En total, los cinco edificios tenían una capacidad para más de 2.000 niños y niñas. No se trataba de construcciones livianas, levantadas como de emergencia, sino de piedra, muy sólidas, que fueron capaces de sortear el paso de los años.
Veinticinco años pasaron entre la construcción de la primera y la última casa, lo cual demuestra que no fue obra de un solo impulso generoso, ni de precipitación, sino de paciente espera en Dios, venciendo los obstáculos y allanando las dificultades por medio de la oración.
Un botón de muestra
La fe de George Müller y de sus colaboradores tuvo muchas ocasiones de ser probada en el orfanato. ¡Cómo no, si vivían por fe día tras día! Entre las variadas experiencias vividas, hay algunas que no pueden dejar de mencionarse.
Cierta vez no había nada para ofrecer a los niños al desayuno. Los niños se sentaron en torno a las mesas como de costumbre. Allí estaban los platos y los jarros, pero no había nada en ellos. Entonces Müller dijo: «Daremos gracias a Dios por lo que vamos a recibir». No bien habían terminado de orar, cuando sonó un aldabazo en la puerta. Un lechero mayorista había tenido un accidente, rompiéndose una de las ruedas de su vagón, frente a la puerta del orfanato, por lo cual había entendido que debía entregar la leche a los niños. Mientras descargaban la leche, llegaron unos carritos de la panadería más selecta de Bristol, con un mensaje que decía que toda la hornada de pan de la noche anterior, por cierto descuido, no tenía la hermosa presentación de costumbre, así que la donaban a los niños. Así fue cómo, con muy poco retraso, los niños recibieron aquel día su desayuno ¡y en abundancia!
Algunas veces le preguntaban a Müller: «¿Por qué no toman el pan a crédito? Ya que el orfanato es obra del Señor, ¿no pueden ustedes confiar en él que provea los medios necesarios para pagar la cuenta al fin del trimestre?». Parecía una buena pregunta, pero Müller tenía una mejor respuesta para ella: «Dios no sólo suplirá lo necesario, sino que lo hará en el tiempo preciso: ¿Por qué confiar en Dios para el fin del trimestre y no confiar en él AHORA? Además, apoyarse en un crédito no significa en ninguna manera el fortalecimiento de la fe; y todavía más, la palabra dice: «No debáis a nadie nada». Aceptar crédito para los alimentos sería negar el objeto fundamental de las casas de huérfanos, que es mostrar delante de todo el mundo y delante de la iglesia entera, que aun en estos días malos, el Dios vivo está pronto para ayudar, consolar y socorrer en respuesta a las oraciones de los que en él confían. No necesitamos apartarnos de él para seguir a nuestros semejantes o recurrir a los métodos del mundo».
Un retrato doméstico
Para ser mejor conocido, George Müller necesitaba ser visto en su vida doméstica simple y diaria. A. T. Pierson, en su libro «George Müller de Bristol» relata así: «Fue mi privilegio encontrarlo frecuentemente en el departamento Nº 3, que era el suyo, en el orfanato. Su cuarto era de tamaño medio, bien ordenado, pero modestamente amueblado, con mesa y sillas, sofá, escritorio, etc. Su Biblia casi siempre estaba abierta como un libro del cual él hacía continuamente uso.
Su aspecto era alto y delgado, siempre vestido con buen gusto, y muy erguido, sus pasos eran firmes y fuertes. Su semblante, en reposo, podría haber sido considerado como severo, si no fuese por la sonrisa que tan habitualmente iluminaba sus ojos y se movía en sus facciones, y que dejó sus impresiones en las líneas de su rostro. Su estilo era de simple cortesía y dignidad espontánea: nadie en su presencia se sentiría como insignificante, y había sobre él un cierto aire de autoridad y majestad indescriptible que hacía recordar la de un príncipe y, sin embargo, mezclado con todo esto, había una simplicidad muy similar a la de un niño, que incluso hacía que ellos se sintieran cómodos con él. En su hablar nunca perdió el acento extranjero, y siempre hablaba con articulación lenta y medida, como si una doble guardia estuviese colocada en la puerta de sus labios. Con él, ese miembro indomable, la lengua, era domesticada por el Espíritu Santo y él tenía aquella marca que Santiago llama de un «varón perfecto, capaz también de refrenar todo el cuerpo».
Aquellos que lo conocieron sólo un poco y lo vieron sólo en sus momentos serios, podrían haberlo considerado destituido de esa cualidad peculiarmente humana, el humor. Su hábito era la sobriedad, pero él gustaba de un chiste que fuese libre de toda mancha de impureza y que no poseyera alguna ofensa a otros. Para aquellos que conocía mejor y amaba, él mostró su verdadero yo, en sus arranques jocosos – como cuando en Ilfracombe, escalando con su esposa y unos amigos los cerros que daban vista al mar, él caminó un poco adelante y se sentó a descansar, y entonces, cuando ellos recién se habían sentado, se levantó y calmadamente dijo: «Muy bien, ya tuvimos un buen descanso, prosigamos».
Ninguna cosa era estimada por él como insignificante e indigna de ser presentada al Señor. Su amigo más antiguo, Robert C. Chapman, de Barnstaple, contó al escritor el siguiente y sencillo incidente: En sus primeros años de su amor a Cristo, visitando a un amigo y viendo que arreglaba su pluma (de escribir), le dijo: Hermano H..., ¿usted ora a Dios cuando arregla su pluma? La respuesta fue: Sería bueno si yo lo hiciese, pero no puedo decir que lo hago». El hermano Müller respondió: «Yo siempre oro, y así arreglo mi pluma mucho mejor».
El servicio a Dios era para él una pasión. En el mes de mayo de 1897, él fue persuadido de tomarse en Huntly un pequeño descanso de su constante servicio diario en el orfanato. En la tarde que llegó dijo: «¿Qué oportunidad hay aquí para trabajar para el Señor?» Cuando se le dijo que él acababa de salir del trabajo continuo y que aquel era un tiempo para descansar, respondió que, estando ahora libre de sus labores habituales, él sentía que debería estar ocupado de alguna otra forma en servir al Señor, para glorificar a aquel quien era su objetivo en la vida. Entonces se organizaron reuniones y él predicó tanto en Huntly como en Teignmouth.
Un viejo sueño cumplido
Cuando George Müller tenía 70 años de edad, el Señor le concedió el deseo que había albergado en su juventud de ser misionero, y con creces. El 26 de marzo de 1875 emprendió la primera de varias giras por el mundo. El orfanato lo había dejado en buenas manos, las de su yerno James Wright y su hija Lydia. En total realizó doce extensas giras entre sus 70 y sus 87 años de edad, comenzando por Inglaterra, siguiendo por Europa, América, Asia Menor (incluyendo Palestina), Rusia, Australia y el lejano Oriente. Se calcula que durante esos diecisiete años dirigió la palabra a más de tres millones de personas, habiendo hablado entre cinco mil y seis mil veces. Recorrió 42 países, cubriendo más de 320.000 kilómetros y ejerciendo una influencia imposible de estimar. 2
En sus viajes misioneros, George Müller mostró una gran firmeza en cuanto a las verdades que había aprendido en sus estudios de las Escrituras, pero también una actitud de generosidad para todos los que se mostraban sinceros creyentes en el Señor Jesús. No se resignaba a aceptar las divisiones hechas por los hombres, ni tampoco quería ocupar un terreno sectario. De acuerdo con los principios apostólicos, reconocía como «hermanos» a todos los salvados por la fe en Jesucristo, no aceptando nombres denominacionales. Él pensaba que la unidad de la iglesia se obtiene por el reconocimiento del nombre del Señor como suficiente. «Cristianos», «santos», «hermanos», «discípulos», son nombres aplicables por igual a todos los que han experimentado el poder regenerador del Espíritu Santo. Así pues, en sus relaciones con los demás cristianos era firme en sus convicciones acerca de la verdad, pero amoroso para con los que no habían recibido la misma luz que él.
Arthur T. Pierson recuerda una conversación que tuvo con George Müller aprovechando una de las giras de éste por Estados Unidos. Por aquel tiempo, A. T. Pierson sustentaba el punto de vista de que el evangelio debe primero promover la salvación de toda la raza humana y solamente entonces el Señor volverá para reinar. Esto lo expuso a Müller, y lo hizo con habilidad. Éste lo oyó en silencio, en su postura acostumbrada, con los ojos vueltos hacia el piso y las manos entre las rodillas. Al final del argumento él dijo: «Querido hermano, oí todo lo que usted acaba de decir sobre el asunto. Hay solamente un error: no tiene base en la Palabra de Dios». Entonces abrió la Biblia y durante dos horas mostró lo que la Palabra de Dios enseña, y continuó el asunto por diez días. Fue un acontecimiento definitivo en el ministerio de A. T. Pierson.
G. H. Lang, en su autobiografía, recuerda haber oído a George Müller en una Conferencia de la Asociación Cristiana de Jóvenes. Habló una hora y quince minutos. Esto fue lo que escribió después: «Aunque tenía 92 años, él permaneció firme y erguido e hizo un resumen, con voz muy clara, de sus 70 años de servicio a Dios. Sin usar notas, presentó hechos y datos exactos sobre la obra de asistencia a los orfanatos, distribución de folletos y Biblias, así como de sus viajes por el mundo. El número de huérfanos atendidos, de libros distribuidos, de países visitados, de dinero recibido, hasta el menor centavo en cada cuenta – todo fue relatado; y la gran exposición fue coronada con las memorables palabras: «Dios todavía está vivo, y hoy, como hace millares de años atrás, él oye las oraciones de sus hijos, y ayuda a quienes confían en él».
La notable preservación de su salud y fuerza en la vejez, la atribuía Müller, bajo la providencia de Dios, a tres cosas: (1) El hábito de mantener una conciencia sin ofensa delante de Dios y delante de los hombres. (2) El amor que sentía por las Sagradas Escrituras y el poder recuperativo que ejercían en todo su ser. (3) El contentamiento de espíritu que tenía en el Señor y en su obra (encontrándose así aliviado de toda ansiedad y afán, con su consiguiente desgaste físico y nervioso), en todos sus trabajos y responsabilidades.
Una obra portentosa
Quien leyese el informe financiero anual del trabajo de George Müller, descubriría que había un donador anónimo, que se identificaba como «un siervo del Señor Jesús que procura depositar tesoros en el cielo por el amor constreñidor de Cristo». El donador no era otro que el propio Müller. El total de sus ingresos personales ascendió a 93.000 libras esterlinas, de las cuales ofrendó para la obra 81.490 libras, 18 chelines y 8 peniques (unos cuatrocientos mil dólares) ¡Más del 87 % del total! Él afirmó: «Mi objetivo nunca fue cuánto yo iría a conseguir, sino cuánto yo iría a dar». En el momento de su partida tenía apenas 169 libras, 9 chelines y 6 peniques (Unos 850 dólares). De esta pequeña cantidad, cerca de 100 libras (500 dólares) era el avalúo de sus libros y muebles, y había solamente 60 libras en dinero (300 dólares), que estaban esperando para ser donados.
El orfanato, de 5.200 m2, levantado por George Müller es un gran monumento a la fe sencilla en la Palabra de Dios. Cuando Dios puso en su corazón el deseo de construirlos, él poseía apenas 2 chelines (medio dólar). Sin permitir que nadie supliese sus necesidades, excepto Dios, fueron enviadas a él cerca de un millón cuatrocientas mil libras esterlinas (unos siete millones de dólares), para la construcción y mantenimiento de aquellas casas. Durante todos los años, desde la llegada del primer huérfano, el Señor envió el alimento a su debido tiempo. Gracias a eso, ellos jamás quedaron sin siquiera una comida por falta de provisión.
A más de esto, a la fecha de su muerte, unas 122.000 personas habían sido enseñadas en las escuelas sostenidas por los recursos financieros que el Señor le había confiado; y cerca de 282.000 Biblias y 1.500.000 Nuevos Testamentos habían sido distribuidos. Pero todavía más: 112 millones de libros cristianos, panfletos y folletos habían circulado; misioneros de todas partes del mundo habían sido auxiliados; y nada menos de 10.000 huérfanos habían recibido cuidados, gracias a la misma provisión. ¿Cómo George Müller hizo eso? Sin ningún apoyo mundial, sin solicitar ayuda a nadie; sin contraer deudas; sin comisiones, suscripciones o membresías, sino solamente por la fe en el Señor.
George Müller afirmó que él creía que el Señor le había dado más de 30.000 almas en respuesta a la oración. Y esto, no sólo entre los huérfanos, sino también muchos otros por los cuales él había orado fielmente todos los días, en la fe que ellos podrían ser salvos. En uno de esos casos, él oró por dos amigos durante más de 62 años, tres meses cinco días y dos horas. Cuando le preguntaron si esperaba que aquellos dos amigos fuesen salvos, él respondió: «Definitivamente, ¿usted piensa que Dios dejaría de lado una oración de más de 60 años hecha por uno de sus pequeños, sin importarle? Poco tiempo después de la muerte de Müller, aquellos dos amigos fueron salvos.
El miércoles 10 de marzo de 1898, a los 93 años de edad, George Müller partió para estar con el Señor.
Perfil de un carácter notable
Según Arthur T. Pierson, tres cualidades o características resaltan de manera bastante notable en George Müller: la verdad, la fe y el amor.
«La verdad es un centro sobre el cual se refleja la franqueza, la sinceridad, la transparencia y la simplicidad propias de un niño. La verdad es la piedra angular por excelencia, pues sin ella nada más es verdadero, genuino y real.»
«Desde la hora de su conversión, su autenticidad fue en aumento. De hecho, había en él una escrupulosa exactitud que, a veces, parecía innecesaria. Más de alguien sonreía de la precisión matemática con la cual él relataba los hechos (en su Diario), dando los años, días y horas desde que fue traído al conocimiento de Dios, o desde que comenzó a orar por algún asunto concedido, y las libras, chelines, peniques, medio-peniques, e incluso cuartos de penique que formaban la suma total gastada para un determinado propósito. Vemos la misma exactitud escrupulosa en la repetición de las afirmaciones, sean de principios o de ocurrencias, que encontramos en su Diario, y en las cuales frecuentemente no hay ni siquiera la inexactitud de una palabra. Sin embargo, todo esto tiene un significado. Inspira absoluta confianza en el registro de los negocios del Señor.»
«La fe era la segunda de las características centrales de George Müller, y era únicamente el producto de la gracia. Él hallaba en la Palabra del Señor, en su bendito libro, una nueva palabra de promesa para cada nueva crisis de prueba o de necesidad; él colocaba su dedo sobre el texto y entonces miraba a Dios y decía: «Tú dijiste. Yo creo». Persuadido de la verdad infalible de Dios, él descansaba en Su palabra con fe resuelta y, consecuentemente, él quedaba en paz».
«Si George Müller tenía alguna gran misión, esa no era fundar una institución de fama mundial, de forma alguna, aunque fuera útil en distribuir Biblias, libros o folletos, o en dar un hogar y alimentar a millares de huérfanos, o en fundar escuelas cristianas y auxiliar obreros misioneros. Su principal misión era enseñar a los hombres que es seguro creer en la Palabra de Dios, descansar implícitamente sobre lo que sea que Él haya dicho y obedecer explícitamente lo que sea que Él haya mandado: esa oración ofrecida en fe, confiando en Su promesa y en la intercesión de Su querido Hijo, nunca es ofrecida en vano; y que la vida vivida por la fe es un andar con Dios, al lado afuera de las propias puertas del cielo.»
«El amor, la tercera de esa trinidad de gracias, era el otro gran secreto y lección de esta vida. ¿Y qué es el amor? No meramente un afecto complaciente por aquello que es amable, lo que es, frecuentemente, un medio-egoísmo deleitándose en la asociación y en la comunión de aquellos que nos aman. Amor es el principio de altruismo: el amor «no busca lo suyo propio»; es la preferencia de la satisfacción y del provecho del otro, por encima de lo nuestro, y, por eso, es ejercitado en dirección a lo ingrato y desagradable, para que él pueda elevarlos a un nivel más alto. Tal amor es benevolencia, en vez de complacencia, y asimismo él es «de Dios», pues él ama al ingrato y al malo.»
«Tal es la autonegación del amor. George Müller escogió la pobreza voluntaria para que otros pudiesen ser ricos, y la pérdida voluntaria para que otros pudiesen ganar. Su vida fue un largo esfuerzo por bendecir a otros, para ser el canal de llevar la verdad, el amor y la gracia de Dios a ellos.»
«A menos que el sacrificio voluntario de amor sea tomado en cuenta, la vida de George Müller todavía permanecerá en el enigma. Lealtad a la verdad, obediencia a la fe, sacrificio de amor forman la llave triple que abre para nosotros las cámaras cerradas de aquella vida.
Alguien le preguntó cuál era el secreto de su obra. Él dijo: «Hubo un día en que yo morí, morí completamente»; y, tal como él dijo, él se curvó más y más bajo hasta que casi tocó el piso – «morí para George Müller, sus opiniones, preferencias, gustos y voluntad – morí para el mundo, su aprobación o censura – morí para la aprobación o censura incluso de mis hermanos y amigos – y desde entonces he intentado solamente mostrarme aprobado delante de Dios».
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